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Sin título (Violencia). Dibujo al carboncillo de Luis Caballero, 1973. 194 x 120 cm. Colección Banco de la República, Bogotá.
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La idea de que los seres humanos tienen unos derechos anteriores al Estado, que éste debe respetar, surgió en el siglo XVII, con Hobbes y Locke, y se convirtió, con la declaración de independencia de los Estados Unidos de 1766 y en la Declaración de los Derechos Humanos de Francia, en 1789, en base de las constituciones modernas. Estos principios, que Antonio Nariño divulgó en 1795, se incorporaron en formas diversas a las constituciones de nuestro país a partir de 1810.
Sin embargo, la tradición legal española también protegía bienes y derechos de las personas y, como en toda sociedad estamental, los poderes del monarca estaban limitados por los fueros y derechos de pueblos y estamentos. El rey, al fijar tasas u ordenar un castigo, debía respetar fueros y tradiciones, y en ciertas circunstancias los súbditos podían, si la creían arbitraria o pensaban que podía producir una injusticia, aplazar el cumplimiento de una norma: esta especie de tutela se hacía reconociendo la ley pero dejando su aplicación para cuando el rey la revisara: "se obedece, pero no se cumple".
Por otra parte, la relación con indígenas y esclavos obligó a definir los derechos de estos grupos. La corona, alertada por Bartolomé de Las Casas y otros sacerdotes, adoptó una reglamentación protectora de los indios y, en menor escala, de los esclavos, que buscaba ante todo cristianizar estas poblaciones, y garantizar su conservación frente a los excesos de los colonos. La esclavitud de los negros se mantuvo y las medidas para protegerlos se centraron en prohibir a los amos darles muerte, permitir su libertad en ciertos casos y regular otros asuntos menores. Nunca surgió la idea de que los esclavos, como seres humanos iguales ante Dios, tuvieran un derecho a la libertad.
Los indios fueron declarados vasallos libres de la corona, pero después de la conquista, que destruyó la mayoría de la población indígena, esta libertad se reguló de modo que pudieran trabajar para mantener a los colonos españoles y criollos. En la práctica, lo que hizo la ley española fue tratar de conservar las comunidades indígenas mientras permitía su explotación. Se les reconoció la propiedad de una parte pequeña de las tierras que antes tenían, se les dejaron sus caciques, con funciones reducidas, y se fijaron límites a las cargas que debían asumir en servicio de encomenderos y propietarios. Para mantener esta servidumbre regulada, se creó una de las primeras instituciones jurídicas de protección de derechos, el "Defensor de Indios", pero esto no debe hacer olvidar que se buscaba era proteger lo que quedaba a los indios tras perder su independencia, su gobierno y su religión.
Durante el período colonial se protegían derechos individuales y personales: los bienes, la honra, la vida de alguien, pero ideas como derecho a la vida o a la libertad, libertad de conciencia, religión, expresión o enseñanza, estaban fuera del horizonte de la época.
Al establecerse, después de 1810, gobiernos que no derivaban su legitimidad del poder histórico o sagrado de los reyes, sus dirigentes adoptaron el lenguaje del pensamiento liberal: los "pueblos" habían recuperado su libertad, y el gobierno existía para proteger los "derechos imprescriptibles del hombre y del ciudadano". Estos eran: la seguridad, la libertad, la propiedad y la igualdad legal, así como los requeridos para participar en el manejo del Estado.
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Homenaje al estudiante muerto. Óleo de Alejandro Obregón, 1963. 79.4 x 98.2 cm. Colección Banco del Estado, Bogotá.
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Todas las constituciones reconocieron algunos derechos (aunque la de 1886 lo hizo bajo la forma de restricciones al poder del Estado), pero nuestra tradición parece haberse caracterizado por la frecuente tentación de reconocer derechos en la Constitución y negarlos en la ley o someter su aplicación a la arbitrariedad de los funcionarios públicos. Fueron muchos los avances reales, como la liberación de los esclavos en 1851, la tradición, rota sólo en momentos de conflicto muy alto, de libertad de prensa, o la expansión gradual de libertades políticas y garantías legales y procesales, pero muy débiles los mecanismos que permitían a un ciudadano hacer valer su derecho frente al Estado cuando éste se empeñaba en restringirlo, o cuando la interpretación dominante, como ocurría con la libertad de conciencia o de enseñanza, lo condicionaba hasta casi extinguirlo, o cuando el conflicto de derechos enfrentaba a los de ruana con los de saco.
Dos fenómenos parecen haber confluido en la segunda mitad del siglo XX —un período caracterizado además por avances reales substanciales, como la creciente igualdad entre los géneros—, para dar al tema de los derechos humanos una nueva importancia. El primero fue la aprobación en 1948 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y el desarrollo posterior de otros instrumentos internacionales de protección a los derechos humanos. La tradición liberal occidental fue acogida como la base de un orden que exigía a todos los estados, independientemente de sus tradiciones, el respeto a los derechos de sus propios ciudadanos. Este consenso fue decisivo en la caída de los gobiernos socialistas, que defendían una interpretación diferente de los derechos humanos.
Colombia se incorporó fácilmente a este orden, en la medida en que coincidía con sus normas y tradiciones. Sin embargo, lo hizo en el contexto de un enfrentamiento armado interno. Así, mientras que el país podía ratificar las convenciones internacionales, muchos colombianos alegaban que, en la lucha contra la subversión, el Estado violaba sus propias normas y las reglas internacionales. Aunque esta contradicción comenzó a hacerse evidente desde mediados de siglo, se hizo más aguda con el auge del narcotráfico y su participación, mediante la organización de grupos privados, en la lucha contra la guerrilla. A partir de 1978, sobre todo, los organismos no gubernamentales de defensa de los derechos humanos han hecho una activa campaña para impulsar su protección, pero también para presentar al gobierno como violador de éstos (mediante la tortura, la ejecución o desaparición de guerrilleros y simpatizantes, el apoyo a grupos paramilitares, la detención arbitraria, etc.).
Este proceso, con sus diversas motivaciones, hizo de la defensa de los derechos humanos un tema político central. El Estado respondió estimulando la legislación de protección y la creación de instituciones de defensa de los derechos humanos. De ello es buen ejemplo la Constitución de 1991, con su amplia declaración de derechos, el reconocimiento de derechos de las poblaciones indígenas, la tutela, la Defensoría del Pueblo y otros mecanismos de protección. Al mismo tiempo el gobierno ha tendido a ver a las organizaciones privadas de defensa de los derechos humanos con desconfianza, suponiendo a veces que buscan dificultar la acción del Estado contra los grupos armados y que hacen parte de una estrategia comunista. Para ello, se apoyan en el hecho, legítimo por lo demás, de que unas pocas organizaciones no gubernamentales hayan tenido simpatías por la guerrilla y de que casi todas hayan mantenido, con base en una argumentación estrechamente legalista, que la única entidad que puede violar los derechos humanos es el Estado, y por ello insistan en negar que la guerrilla los viole.
La Constitución de 1991 incorporó, además, al inventario de derechos humanos varios derechos económicos y sociales (empleo, vivienda, salud, cultura, etc.) e incluso convirtió en derechos de los ciudadanos algunos de los objetivos básicos del orden constitucional, como la paz. De este modo, la Constitución no solamente señaló los derechos exigibles del Estado, sino que definió como derechos muchos temas que normalmente hacen parte de la controversia política. Al hacerlo, tendió a despolitizar la búsqueda de metas sociales y a crear un ambiente en el que el desarrollo económico y social no se logra a través de la política y la participación democrática, sino mediante demandas en los tribunales.
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Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Alegoría francesa de fines del siglo XVIII. Museo Carnavalet, París.
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Así pues, hoy el país enfrenta varios dilemas complejos, con instituciones avanzadas pero a veces ineficaces. El primero es cómo hacer compatible la defensa de los derechos ciudadanos amenazados por la guerrilla (la libertad, la vida, la propiedad, la seguridad, el medio ambiente) con la protección a los ciudadanos de arbitrariedades judiciales y policiales (debido proceso para allanamientos y procesos judiciales, control de abusos como tortura o asesinato de guerrilleros). Y el segundo es cómo hacer que, en un contexto de limitaciones económicas, las prioridades en la lucha por cubrir las necesidades fundamentales de la población y satisfacer sus llamados derechos de segunda generación (salud, educación, vivienda) expresen la voluntad de la sociedad, definida a través de sus mecanismos políticos propios.
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